Está claro que Woody Allen ha cambiado de registro. Ha dejado atrás sus archiconocidas neuras neoyorquinas para explorar otros caminos. Y lo que resulta es muy interesante.

Por un lado, a Allen le ha salido una cosa que bien podría haber ideado Alfred Hitchcock o Fritz Lange. Le da vueltas a un clásico del cine: el crimen perfecto. O lo que es lo mismo, cómo eliminar a ese personaje “incómodo”, que aparentemente es la causa de no poder lograr una vida mejor, sin dejar huellas.

Plantear esta cuestión es complicado, pero Woody lo hace y convence.

Por otro lado, el tío nos hace pensar en otro clásico de la moral: el crimen y el castigo, el logro y las deudas a pagar - ¿compensación o culpa? - y el eterno debate de si el fin justifica los medios.

No es que el tío haya hecho una película brillantísima, en realidad toca palos que ya se han tocado muchas veces, pero es que mi amigo Allen, quizás se ha dado cuenta de que el mismo chiste contado muchas veces, al final no hace tanta gracia y prueba otras cosas con sobrada elegancia.

Bien por él. Mal por los que le reprochan que siempre hace las mismas pelis y que también le critican cuando cuenta historias diferentes.